Me rebasó velozmente un auto y al voltear alcancé a ver al conductor que gesticulaba y manoteaba airadamente mientras le hablaba a un niño sentado junto a él. El pequeño miraba azorado por la ventanilla como no queriendo ver el rostro enrojecido y desfigurado del que parecía ser su papá. El incidente me recordó que común es perder los estribos y descargar nuestra ira con el que tenemos más cerca.
Hace más de dos mil años Aristóteles escribió que cualquiera puede ponerse furioso, eso es fácil, pero estar furioso con la persona correcta, en el momento correcto, por el motivo correcto y en la forma correcta, no es nada fácil.
Hace más de dos mil años Aristóteles escribió que cualquiera puede ponerse furioso, eso es fácil, pero estar furioso con la persona correcta, en el momento correcto, por el motivo correcto y en la forma correcta, no es nada fácil.
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Es evidente que a lo largo de dos milenios, no hemos avanzado mucho en lo que se refiere al manejo del enojo. Creo que no hay una emoción más arrebatadora y contagiosa que la ira. Tanto a nivel personal como social, seguimos sufriendo las consecuencias de asaltos emocionales ante los cuales, simplemente la razón queda aplastada e inutilizada.
¿Qué hacer pues con esta energía que de repente nos invade y puede transformarnos en monstruos, como aquel personaje conocido como el Hulk que se ponía verde, se hinchaba hasta reventar la ropa y su rostro adquiría la expresión de una fiera? Porque tampoco es sano reprimir toda esta energía. A propósito, ya la están dando en el cine.Si eres de las personas que cuando se enojan se callan y se tragan el coraje, estás desahogando en tu propio cuerpo lo que no puedes expresar a otros. Sucede que al contener esa energía y embotellarla, podemos quizá engañar a los demás, pero no engañamos a nuestro cuerpo. El sistema nervioso se agita y los músculos se estiran y se ponen tensos. El desgaste interno de la tensión prolongada es destructivo, debilita nuestro sistema inmunológico y nos enfermamos.
Así que reprimir y callar el enojo no es opción porque a la larga el daño puede ser grande y además esa energía va a hacer explosión en algún momento por el más mínimo motivo y quizá en contra de quien menos lo merece.
El único camino es encontrar el equilibrio para poder expresar el enojo sin hacernos daño a nosotros mismos, ni a otros.
Por ejemplo, creo que es especialmente irritante cuando mis hijos adolescentes empiezan a pelear y a dar de gritos. Me doy cuenta de las señales de mi cuerpo que me anuncian el enojo: el corazón se me acelera, la sangre me sube a la cabeza y siento un nudo en el estómago. Me dan ganas de gritar a mi también para callarlos y ese camino lo he andado innumerables veces sin obtener ningún resultado, así es que trato de evitarlo. Si puedo, en ese momento me retiro del lugar y me encierro en donde pueda gritar a solas, o me salgo a caminar un rato a paso rápido mientras la emoción fluye dentro de mi. Pongo atención a mis sensaciones para seguir el recorrido de la energía por mi cuerpo y así evito que mi mente se arranque con pensamientos negativos que sólo alimentan la ira e impiden que fluya de manera natural.
A veces, ya recuperada la calma, necesito hablar con mis hijos y expresarles cómo me siento cuando se agraden entre ellos. Pongo cuidado en no acusarlos por hacerme enojar y que les quede claro que yo soy responsable de mis sentimientos. Otras veces, ya no es necesario para mi comunicar nada y me quedo tranquila. Cada vez que lo logro, compruebo que todas las emociones son sanas, todas tienen un ciclo natural, con un principio y un final y sólo cuando me aferro a ellas, se convierten en dañinas.
La próxima ocasión que te enojes, intenta observar qué ocurre en tu cuerpo, qué sensaciones tienes y qué pasa si las observas y dejas que fluya la energía. Quizá descubras que esto tan sencillo puede ayudarte a manejar mejor tu ira y a evitar los arrebatos violentos que por lo general, no logran resultados positivos.
MIRIAM ALBERGANTI
PSICÓLOGA SOCIAL
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